viernes, 8 de abril de 2016

Divertidos horrores en blanco y negro

Hoy les quiero compartir algo que encontré, unos viejos videos de Mickey Mouse. Los divertidos juegos de animación y músicas y sonidos que aún hoy siguen capturando nuestra atención. Por la temática de este blog, he elegido algunos que tratan el tema del horror: una casa embrujada, muertos que se levantan de sus tumbas, un científico loco. Espero que lo disfruten.




viernes, 26 de febrero de 2016

DRÁCULA



"Un perro comenzó a aullar en alguna granja lejos de la carretera; 
era un gemido largo y desesperado... Otro perro le contestó, luego otro y otro, 
de forma que, transportados por el vendaval, los ladridos siniestros y salvajes 
parecían proceder de los cuatro rincones de la Tierra. 
Se prolongaban en la noche y ascendían tan alto 
que ni la misma imaginación podía concebir nada mas espantoso."
(Bram Stoker)


Al fin me decidí y en una librería durante mis vacaciones, elegí un ejemplar de Drácula. Toda mi vida quise leer este clásico, y finalmente llegó el momento. Ayer a la noche, con la luna espiándome tras un velo de nubes que se fueron agrupando cada vez más hasta hacer estallar una tormenta, leí las primeras páginas de esta historia de la que tanto había escuchado a lo largo de mi vida en películas, dibujos animados, otros libros, etc.
Debo decir que temía que el relato fuera denso, aburrido, o que por conocer ciertos aspectos de la trama, me perdiera del suspenso de quien lo leyera, en su tiempo, sin saber absolutamente nada. Nada de eso ocurrió. Las palabras me fueron llevando por un oscuro sendero donde a cada paso que da el personaje de Jonathan Harker, uno siente que algo terrible está a punto de suceder. Se huele en el aire el peligro, los acontecimientos extraños nos conducen hacia algo que va a acontecer, pero que todavía no ha ocurrido en las páginas que voy leyendo. La tensión, el suspenso, me mantienen leyendo página tras página, ávida de develar los misterios que se me presentan.
No puedo hablar más porque no he leído tanto, pero quería compartir este momento de descubrimiento de un clásico del horror con ustedes.
Para aquellos que aún no lo han leído y que se les haga difícil adquirir el libro, les voy a dejar un pdf que encontré. No he tenido tiempo de revisar la traducción porque además para eso debería haber leído ya el libro, pero espero que lo disfruten:

DRÁCULA, de Bram Stoker - pdf

Y como regalo, les comparto esta excelente película de 1922, un clásico del cine, basada en la novela de Stoker: NOSFERATU.








jueves, 25 de febrero de 2016

Continuidad de los parques


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
                                                                                                                                         Julio Cortázar

viernes, 22 de enero de 2016

EXIMENTE, Emilia Pardo Bazán

Este es un cuento que acabo de descubrir y que lo disfrute mucho y por eso quiero compartirlo. Es de una escritora española, Emilia Pardo Bazán. Esta repleto de imágenes que apelan a miedos comunes, y que por ello resultan inquietantes. La sensación de no estar solo, de ser observado, la dificultad para dormir por la noche, el miedo a lo sobrenatural, a las apariciones, al silencio de la noche, a la pérdida de la cordura. 

Espero que disfruten de esta pesadilla! 




EXIMENTE


El suicidio de Federico Molina fue uno de los que no se explica nadie. Se aventuraron hipótesis, barajando las causas que suelen determinar esta clase de actos, por desgracia frecuentes, hasta el punto de que van formando sección en la Prensa; se habló, como siempre se habla, de tapete verde, de ojos negros, de enfermedad incurable, de dinero perdido y no hallado, de todo, en fin... Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado nicho en que descansan sus restos, mientras su pobre alma... 
¿No pensáis vosotros en el destino de las almas después que surgen de su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo que se dice nunca? ¿Creéis tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro?
El príncipe Hamlet no creía, y por eso prefirió sufrir los males que le rodeaban, antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no regresó viajero alguno. 
Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico -ni aun lo que dudaba-, porque a Hamlet, trastornado por la aparición de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el problema del «acaso soñar...» 
Una casualidad de las que parecen inventadas y no pueden inventarse, trajo a mis manos algo que a un diario se asemeja; apuntes trazados por Federico, que tenían en la primera hoja la fecha de un año justo antes del drama. La clave de su desventura la encierra el elegante álbum con tapas de cuero de Rusia, con las iniciales F. M. enlazadas, de oro, vendido a un prendero en la almoneda, adquirido por un aficionado a encuadernaciones, que arranca cuidadosamente lo escrito o impreso y solo guarda la tapa, habiéndose formado una soberbia, ¿diré biblioteca?, de forros de libros, y a quien yo he suplicado que me ceda lo de dentro, ya que solo estima lo de fuera -y tal vez es un gran sabio-. Así pude penetrar en el espíritu del suicida, y creo que nadie traducirá sino como yo las traduje las indicaciones que extracto coordinándolas. 
*** 


«¡Siempre lo mismo! La impresión persiste.
¿Cómo empezó? 
Esto es lo malo: no lo puedo decir. Fue tan insensible la inoculación, que apenas recuerdo antecedentes. 
No veo causa, no veo origen definido. No he recibido, a mi parecer, ningún susto; no he sufrido emoción alguna, profunda o repentina y sobrecogedora, que justifique estado de ánimo tan especial. 
¿De ánimo? Y también de cuerpo. Noto que mis funciones se han alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo. 
La depresión de mis facultades es gradual, honda. 
Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un reloj descompuesto. Ni aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo que me pasa. 
Lo intentaré... 
Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de noche, en cama, a las altas horas.
La puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado a la llave dos vueltas. La calma de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque a domicilio; solo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él a todo trance. 
Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído? 
¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí? 
La habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar insanamente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario de luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente... 
Los colores del tapizado son alegres; el fondo, claro; por presentimiento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las escenas de crueldad y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!..., un miedo horrible, un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir. 
Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a establecerse ese sosiego amodorrado que invita a la dulzura del sueño, un desvelo nervioso se apodera de mí. Una voz irónica murmura dentro de mi cráneo, más allá de mi oído: «¡No dormirás, no dormirás!» Y esto es lo extraño: me encuentro en compañía de alguien, no sé de quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que me parece escuchar el ritmo de su respiración y advertir cómo su sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera. 
Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de mí. Lo siento a mis espaldas. ¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin duda -todo es posible tratándose de un aparecido-, la pared retrocede para dejar hueco a su cuerpo; y si yo me volviese ahora de improviso, vería al ser que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por la sien o me tape con ella los ojos... 
Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la espantable caricia. 
¿Seré tan cobarde?... Avergonzado, empiezo a recontar los actos de valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He mostrado indiferencia ante los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que tengo pelos en la entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no soy apocado. 
Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni las desordenadas palpitaciones del corazón, que, súbito, se detiene como si fuese a dejar de latir.
El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su tic-tac menudo, y mi sangre, cuajada o arrebatada violentamente por la alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita torrencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y permanezco así, oyendo siempre el respiro del otro mundo, que, en ondas largas, sutiles, me envuelve... 
Me he consultado. «Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas nutritivas; eso es efecto no más de los nervios y la imaginación.» ¡Como si los nervios y la imaginación no formasen parte de nosotros! ¡Como si supiésemos lo que esas palabras -nervios, imaginación- quieren decir! 
He viajado; mi viaje ha durado tres meses. En las habitaciones de las fondas, infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he percibido detrás de mí, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar ni calificar, pues no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de dónde viene. Solo sé que está allí, que su aliento sepulcral me roza la cara, que penetra hasta mis tuétanos, que vierte en ellos ponzoña. 
Una noche, en un acceso de rabia, cogí mi revólver y disparé hacia atrás, donde sentía el hálito maldito. Acudió gente; pretexté miedo a ladrones. ¿Cómo explicar? No entenderían...» 
..................................................................................
«Y es preciso que esto termine -decía una de las últimas hojas del diario-. Me volveré loco, porque, después del disparo, he vuelto a oír la respiración, he vuelto a comprender que había alguien, y es imposible resistir tanto tiempo un suplicio que ni puedo confesar.» 
Sin duda, después de emborronada esta página, el miedo insuperable hizo su oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra.

EMILIA PARDO BAZÁN 

jueves, 21 de enero de 2016

El gato negro, Edgar Allan Poe

No espero ni remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque familiar historia que voy a relatar. Sería verdaderamente insensato esperarlo cuando mis mismos sentidos rechazan su propio testimonio. No obstante, yo no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero, por si muero mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me propongo presentar ante el mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una serie de sencillos sucesos domésticos. Por sus consecuencias, estos sucesos me han torturado, me han anonadado. Con todo, sólo trataré de aclararlos. A mí sólo horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez menos terribles que estrambóticos. Quizá más tarde surja una inteligencia que de a mi visión una forma regular y tangible; una inteligencia más serena, más lógica, y, sobre todo, menos excitable que la mía, que no encuentre en las circunstancias que relato con horror más que una sucesión de causas y de efectos naturales.
La docilidad y la humanidad fueron mis características durante mi niñez. Mi ternura de corazón era tan extremada, que atrajo sobre mí las burlas de mis camaradas. Sentía extraordinaria afición por los animales, y mis parientes me habían permitido poseer una gran variedad de ellos. Pasaba en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer o acariciaba. Esta singularidad de mi carácter aumentó con los años, y cuando llegué a ser un hombre, vino a constituir uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un perro fiel e inteligente, no es preciso que explique la naturaleza o la intensidad de goces que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado amor de un animal, en su abnegación, algo que va derecho al corazón del que ha tenido frecuentes ocasiones de experimentar su humilde amistad, su fidelidad sin límites. Me casé joven, y tuve la suerte de encontrar en mi esposa una disposición semejante a la mía. Observando mi inclinación hacia los animales domésticos, no perdonó ocasión alguna de proporcionarme los de las especies más agradables. Teníamos pájaros, un pez dorado, un perro hermosísimo, conejitos, un pequeño mono y un gato. Este último animal era tan robusto como hermoso, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua creencia popular, que veía brujas disfrazadas en todos los gatos negros. Esto no quiere decir que ella tomase esta preocupación muy en serio, y si lo menciono, es sencillamente porque me viene a la memoria en este momento. Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi camarada. Yo le daba de comer y él me seguía por la casa adondequiera que iba. Esto me tenía tan sin cuidado, que llegué a permitirle que me acompañase por las calles.
Nuestra amistad subsistió así muchos años, durante los cuales mi carácter, por obra del demonio de la intemperancia, aunque me avergüence de confesarlo, sufrió una alteración radical. Me hice de día en día más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Llegué a emplear un lenguaje brutal con mi mujer. Más tarde, hasta la injurié con violencias personales. Mis pobres favoritos, naturalmente, sufrieron también el cambio de mi carácter. No solamente los abandonaba, sino que llegué a maltratarlos. El afecto que a Plutón todavía conservaba me impedía pegarle, así como no me daba escrúpulo de maltratar a los conejos, al mono y aun al perro, cuando por acaso o por cariño se atravesaban en mi camino. Mi enfermedad me invadía cada vez más, pues ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, y, con el tiempo, hasta el mismo Plutón, que mientras tanto envejecía y naturalmente se iba haciendo un poco desapacible, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche que entré en casa completamente borracho, me pareció que el gato evitaba mi vista. Lo agarré, pero, espantado de mi violencia, me hizo en una mano con sus dientes una herida muy leve. Mi alma pareció que abandonaba mi cuerpo, y una rabia más que diabólica, saturada de ginebra, penetró en cada fibra de mí ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y deliberadamente le hice saltar un ojo de su órbita. Me avergüenzo, me consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad. 
Por la mañana, al recuperar la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté una sensación mitad horror mitad remordimiento, por el crimen que había cometido; pero fue sólo un débil e inestable pensamiento, y el alma no sufrió las heridas. 
Persistí en mis excesos, y bien pronto ahogué en vino todo recuerdo de mi criminal acción. 
El gato sanó lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, en verdad, un aspecto horroroso, pero en adelante no pareció sufrir. Iba y venía por la casa, según su costumbre; pero huía de mí con indecible horror. 
Aún me quedaba lo bastante de mi benevolencia anterior para sentirme afligido por esta antipatía evidente de parte de un ser que tanto me había amado. Pero a este sentimiento bien pronto sucedió la irritación. Y entonces desarrollose en mí, para mi postrera e irrevocable caída, el espíritu de la perversidad, del que la filosofía no hace mención. Con todo, tan seguro como existe mi alma, yo creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano; una de las facultades o sentimientos elementales que dirigen al carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometiendo una acción sucia o vil, por la sola razón de saber que no la debía cometer? ¿No tenemos una perpetua inclinación, no obstante la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es ley, sencillamente porque comprendemos que es ley? Este espíritu de perversidad, repito, causó mi ruina completa. El deseo ardiente, insondable del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el Suplicio a que había condenado al inofensivo animal. Una mañana, a completa sangre fría, le puse un nudo corredizo alrededor del cuello y lo colgué de una rama de un árbol; lo ahorqué con los ojos arrasados en lágrimas, experimentando el más amargo remordimiento en el corazón; lo ahorqué porque me constaba que me había amado y porque sentía que no me hubiese dado ningún motivo de cólera; lo ahorqué porque sabía que haciéndolo así cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía mi alma inmortal, al punto de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la misericordia infinita del Dios misericordioso y terrible. 
En la noche que siguió al día en que fue ejecutada esta cruel acción, fui despertado a los gritos de «¡fuego!» Las cortinas de mi lecho estaban convertidas en llamas. Toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad escapamos del incendio mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue completa. Se aniquiló toda mi fortuna, y entonces me entregué a la desesperación. 
No trato de establecer una relación de la causa con el efecto, entre la atrocidad y el desastre: estoy muy por encima de esta debilidad. Sólo doy cuenta de una cadena de hechos, y no quiero que falte ningún eslabón. El día siguiente al incendio visité las ruinas. Los muros se habían desplomado, exceptuando uno solo, y esta única excepción fue un tabique interior poco sólido, situado casi en la mitad de la casa, y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi lecho. Dicha pared había escapado en gran parte a la acción del fuego, cosa que yo atribuí a que había sido recientemente renovada. En torno de este muro agrupábase una multitud de gente y muchas personas parecían examinar algo muy particular con minuciosa y viva atención. Las palabras «¡extraño!» «¡singular!» y otras expresiones semejantes excitaron mi curiosidad. Me aproximé y vi, a manera de un bajo relieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gato gigantesco. La imagen estaba estampada con una exactitud verdaderamente maravillosa. 
Había una cuerda alrededor del cuello del animal. Al momento de ver esta aparición, pues como a tal, en semejante circunstancia, no podía por menos de considerarla, mi asombro y mi temor fueron extraordinarios. Pero, al fin, la reflexión vino en mi ayuda. Recordé entonces que el gato había sido ahorcado en un jardín, contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín habría sido inmediatamente invadido por la multitud y el animal debió haber sido descolgado del árbol por alguno y arrojado en mi cuarto a través de una ventana abierta. Esto seguramente, había sido hecho con el fin de despertarme. La caída de los otros muros había aplastado a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido; la cal de este muro, combinada con las llamas y el amoníaco desprendido del cadáver, habrían formado la imagen, tal como yo la veía. Merced a este artificio logré satisfacer muy pronto a mi razón, mas no pude hacerlo tan rápidamente con mi conciencia, por que el suceso sorprendente que acabo de relatar, grabóse en mi imaginación de una manera profunda. Hasta pasados muchos meses no pude desembarazarme del espectro del gato, y durante este período envolvió mi alma un semi sentimiento, muy semejante al remordimiento. Llegué hasta llorar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los tugurios miserables, que tanto frecuentaba habitualmente, otro favorito de la misma especie y de una figura parecida que lo reemplazara. 
Ocurrió que una noche que me hallaba sentado, medio aturdido, en una taberna más que infame, fue repentinamente solicitada mi atención hacia un objeto negro que reposaba en lo alto de uno de esos inmensos toneles de ginebra o ron que componían el principal ajuar de la sala. Hacía algunos momentos que miraba a lo alto de este tonel, y lo que me sorprendía era no haber notado más pronto el objeto colocado encima. Me aproximé, tocándolo con la mano. 
Era un enorme gato, tan grande por lo menos como Plutón, e igual a él en todo, menos en una cosa. Plutón no tenía ni un pelo blanco en todo el cuerpo, mientras que éste tenía una salpicadura larga y blanca, de forma indecisa que le cubría casi toda la región del pecho. 
No bien lo hube acariciado cuando se levantó súbitamente, prorrumpió en continuado ronquido, se frotó contra mi mano y pareció muy contento de mi atención. Era, pues, el verdadero animal que yo buscaba. Al momento propuse, al dueño de la taberna comprarlo, pero éste no se dio por entendido: yo no lo conocía ni lo había visto nunca antes de aquel momento. Continué acariciándolo y, cuando me preparaba a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, agachándome de vez en cuando para acariciarlo durante el camino.
Cuando estuvo en mi casa, se encontró como en la suya, e hízose en seguida gran amigo de mi mujer. Por mi parte, bien pronto sentí nacer antipatía contra él. Era casualmente lo contrario de lo que yo había esperado; no sé cómo ni por qué sucedió esto: su empalagosa ternura me disgustaba, fatigándome casi. Poco a poco, estos sentimientos de disgusto y fastidio convirtiéronse en odio. 
Esquivaba su presencia; pero una especie de sensación de bochorno y el recuerdo de mi primer acto de crueldad me impidieron maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de golpearlo con violencia; llegué a tomarle un indecible horror, y a huir silenciosamente de su odiosa presencia, como de la peste. 
Seguramente lo que aumentó mi odio contra el animal fue el descubrimiento que hice en la mañana siguiente de haberlo traído a casa: lo mismo que Plutón, él también había sido privado de uno de sus ojos.
Esta circunstancia hizo que mi mujer le tomase más cariño, pues, como ya he dicho, ella poseía en alto grado esta ternura de sentimientos que había sido mi rasgo característico y el manantial frecuente de mis más sencillos y puros placeres. 
No obstante, el cariño del gato hacia mí parecía acrecentarse en razón directa de mi aversión contra él. Con implacable tenacidad, que no podrá explicarse el lector, seguía mis pasos. Cada vez que me sentaba, acurrucábase bajo mi silla o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias.
Si me levantaba para andar, se metía entre mis piernas y casi me hacía caer al suelo, o bien introduciendo sus largas y afiladas garras en mis vestidos, trepaba hasta mi pecho. 
En tales momentos, aunque hubiera deseado matarlo de un solo golpe, me contenía en parte por el recuerdo de mi primer crimen, pero principalmente debo confesarlo, por el terror que me causaba el animal. 

Este terror no era de ningún modo el espanto que produce la perspectiva de un mal físico, pero me sería muy difícil denominarlo de otro modo. Lo confieso abochornado. Sí; aun en este lugar de criminales, casi me avergüenzo al afirmar que el miedo y el horror que me inspiraba el animal se habían aumentado por una de las mayores fantasías que es posible concebir. 
Mi mujer habíame hecho notar más de una vez el carácter de la mancha blanca de que he hablado y en la que estribaba la única diferencia aparente entre el nuevo animal y el matado por mí. Seguramente recordará el lector que esta marca, aunque grande, estaba primitivamente indefinida en su forma, pero lentamente, por grados imperceptibles, que mi razón se esforzó largo tiempo en considerar como imaginarios, había llegado a adquirir una rigurosa precisión en sus contornos. Presentaba la forma de un objeto que me estremezco sólo al nombrarlo: y esto era lo que sobre todo me hacía mirar al monstruo con horror y repugnancia, y me habría impulsado a librarme de él, ni me hubiera atrevido: la imagen de una cosa horrible y siniestra, la imagen de la horca. ¡Oh lúgubre y terrible aparato, instrumento del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Y heme aquí convertido en un miserable, más allá de la miseria de la humanidad. Un animal inmundo, cuyo hermano yo había con desprecio destruido, una bestia bruta creando para mí -para mí, hombre formado a imagen del Altísimo-, un tan grande e intolerable infortunio. ¡Desde entonces no volví a disfrutar de reposo, ni de día ni de noche! Durante el día el animal no me dejaba ni un momento, y por la noche, a cada instante, cuando despertaba de mi sueño, lleno de angustia inexplicable, sentía el tibio aliento de la alimaña sobre mi rostro, y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que no podía sacudir, posado eternamente sobre mi corazón. 
Tales tormentos influyeron lo bastante para que lo poco de bueno que quedaba en mí desapareciera. Vinieron a ser mis íntimas preocupaciones los más sombríos y malvados pensamientos. La tristeza de mi carácter habitual se acrecentó hasta odiar todas las cosas y a toda la humanidad; y, no obstante, mi mujer no se quejaba nunca, ¡ay! ella era de ordinario el blanco de mis iras, la más paciente víctima de mis repentinas, frecuentes e indomables explosiones de una cólera a la cual me abandonaba ciegamente. 
Ocurrió, que un día que me acompañaba, para un quehacer doméstico, al sótano del viejo edificio donde nuestra pobreza nos obligaba a habitar, el gato me seguía por la pendiente escalera, y, en ese momento, me exasperó hasta la demencia. Enarbolé el hacha, y, olvidando en mi furor el temor pueril que hasta entonces contuviera mi mano, asesté al animal un golpe que habría sido mortal si le hubiese alcanzado como deseaba; pero el golpe fue evitado por la mano de mi mujer. Su intervención me produjo una rabia más que diabólica; desembaracé mi brazo del obstáculo y le hundí el hacha en el cráneo. Y sucumbió instantáneamente, sin exhalar un solo gemido mi desdichada mujer. 
Consumado este horrible asesinato, traté de esconder el cuerpo. 
Juzgué que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de ser observado por los vecinos. Numerosos proyectos cruzaron por mi mente. Pensé primero en dividir el cadáver en pequeños trozos y destruirlos por medio del fuego. Discurrí luego cavar una fosa en el suelo del sótano. Pensé más tarde arrojarlo al pozo del patio: después meterlo en un cajón, como mercancía, en la forma acostumbrada, y encargar a un mandadero que lo llevase fuera de la casa. Finalmente, me detuve ante una idea que consideré la mejor de todas.
Resolví emparedarlo en el sótano, como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. En efecto, el sótano parecía muy adecuado para semejante operación. Los muros estaban construidos muy a la ligera, y recientemente habían sido cubiertos, en toda su extensión de una capa de mezcla, que la humedad había impedido que se endureciese. 
Por otra parte, en una de las paredes había un hueco, que era una falsa chimenea, o especie de hogar, que había sido enjabegado como el resto del sótano. Supuse que me sería fácil quitar los ladrillos de este sitio, introducir el cuerpo y colocarlos de nuevo de manera que ningún ojo humano pudiera sospechar lo que allí se ocultaba. No salió fallido mi cálculo. Con ayuda de una palanqueta, quité con bastante facilidad los ladrillos, y habiendo colocado cuidadosamente el cuerpo contra el muro interior, lo sostuve en esta posición hasta que hube reconstituido, sin gran trabajo toda la obra de fábrica. Habiendo adquirido cal y arena con todas las precauciones imaginables, preparé un revoque que no se diferenciaba del antiguo y cubrí con él escrupulosamente el nuevo tabique. El muro no presentaba la más ligera señal de renovación.
Hice desaparecer los escombros con el más prolijo esmero y expurgué el suelo, por decirlo así. Miré triunfalmente en torno mío, y me dije: «Aquí, a lo menos, mi trabajo no ha sido perdido».
Lo primero que acudió a mi pensamiento fue buscar al gato, causa de tan gran desgracia, pues, al fin, había resuelto darle muerte. De haberle encontrado en aquel momento, su destino estaba decidido; pero, alarmado el sagaz animal por la violencia de mi reciente acción, no osaba presentarse ante mí en mi actual estado de ánimo. 
Sería tarea imposible describir o imaginar la profunda, la feliz sensación de consuelo que la ausencia del detestable animal produjo en mi corazón. No apareció en toda la noche, y por primera vez desde su entrada en mi casa, logré dormir con un sueño profundo y sosegado: sí, dormí, como un patriarca, no obstante tener el peso del crimen sobre el alma. 
Transcurrieron el segundo y el tercer día, sin que volviera mi verdugo. De nuevo respiré como hombre libre. El monstruo en su terror, había abandonado para siempre aquellos lugares. Me parecía que no lo volvería a ver. Mi dicha era inmensa. El remordimiento de mi tenebrosa acción no me inquietaba mucho. Instruyose una especie de sumaria que fue sobreseída al instante. La indagación practicada no dio el menor resultado. Habían pasado cuatro días después del asesinato, cuando una porción de agentes de policía se presentaron inopinadamente en casa, y se procedió de nuevo a una prolija investigación. Como tenía plena confianza en la impermeabilidad del escondrijo, no experimenté zozobra. Los funcionarios me obligaron a acompañarlos en el registro, que fue minucioso en extremo. Por último, y por tercera o cuarta vez, descendieron al sótano. Mi corazón latía regularmente, como el de un hombre que confía en su inocencia. Recorrí de uno a otro extremo el sótano, crucé mis brazos sobre mi pecho y me paseé afectando tranquilidad de un lado para otro.
La justicia estaba plenamente satisfecha, y se preparaba a marchar. Era tanta la alegría de mi corazón, que no podía contenerla. Me abrasaba el deseo de decir algo, aunque no fuese más que una palabra en señal de triunfo, y hacer indubitable la convicción acerca de mi inocencia. 
-Señores -dije, al fin, cuando la gente subía la escalera-, estoy satisfecho de haber desvanecido vuestras sospechas. Deseo a todos buena salud y un poco más de cortesía. Y de paso caballeros, vean aquí una casa singularmente bien construida (en mi ardiente deseo de decir alguna cosa, apenas sabía lo que hablaba). Yo puedo asegurar que ésta es una casa admirablemente hecha. Esos muros... ¿Van ustedes a marcharse, señores? Estas paredes están fabricadas sólidamente. 
Y entonces, con una audacia frenética, golpeé fuertemente con el bastón que tenía en la mano precisamente sobre la pared de tabique detrás del cual estaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Ah! que al menos Dios me proteja y me libre de las garras del demonio. No se había extinguido aún el eco de mis golpes, cuando una voz surgió del fondo de la tumba: un quejido primero, débil y entrecortado como el sollozo de un niño, y que aumentó después de intensidad hasta convertirse en un grito prolongado, sonoro y continuo, anormal y antihumano, un aullido, un alarido a la vez de espanto y de triunfo, como solamente puede salir del infierno, como horrible armonía que brotase a la vez de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios regocijándose en sus padecimientos. 
Relatar mi estupor sería Insensato. Sentí agotarse mis fuerzas, y caí tambaleándome contra la pared opuesta. Durante un instante, los agentes, que estaban ya en la escalera, quedaron paralizados por el terror. Un momento después, una docena de brazos vigorosos caían demoledores sobre el muro, que vino a tierra en seguida.
El cadáver, ya bastante descompuesto y cubierto de sangre cuajada, apareció rígido ante la vista de los espectadores. Encima de su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y el ojo único despidiendo fuego, estaba subida la abominable bestia, cuya malicia me había inducido al asesinato, y cuya voz acusadora me había entregado al verdugo... 
Al tiempo mismo de esconder a mi desgraciada víctima, había emparedado al monstruo.
EDGAR ALLAN POE

martes, 19 de enero de 2016

207 años del nacimiento de Edgar Allan Poe

Hoy se cumplen 207 años del nacimiento de uno de los grandes maestros del género de horror: el señor Edgar Allan Poe. Él es uno de mis escritores favoritos, sus cuentos y poemas me han inspirado desde la adolescencia. Cuando tenía 13 años me dieron a leer en la escuela un libro de un tal "Edgar Allan Poe". No me entusiasmó mucho porque era en el marco de estudio de textos que eran exponentes del genero de aventuras, género que no me llamaba mucho la atención. El libro era "El escarabajo de oro". Lo leí y no me gusto, me resultó aburrido. Debo confesar que no lo he vuelto a leer, por lo que no puedo saber si hoy me gustaría, tal vez cuando lo vuelva a leer me parezca un texto maravilloso, como a mucha gente. Pero a mis 13 años, no tenía tiempo para dedicar mis lecturas al género de aventuras, porque estaba demasiado ocupada en el género policial, los cuentos de Connan Doyle, entre otros. Juzgue entonces injustamente a ese tal "Poe" de aburrido. Unos meses más tarde, compre un libro para leer en mis vacaciones. El libro se llamaba "Crimen y misterio" y era una antología de relatos policiales. Comencé a leerlo con mucho entusiasmo, pero los primeros dos cuentos me decepcionaron. Entonces hable con mi mama, le conté que los cuentos de ese libro no eran buenos (prejuzgando los que aún no había leído). Ella me preguntó de quién eran los cuentos, y le mostré el índice. Al ver que dentro de la antología figuraba "Corazón delator" de Poe, me dijo: "Este es  muy bueno, leelo". Yo al ver el nombre del autor recordé lo bien que me había hablado la maestra de ese autor, y de cómo su relato me había parecido tan aburrido. Y así, con desconfianza de lo que me había dicho mama, y buscando refutarle el "es muy bueno", leí el maravillosamente macabro cuento de Poe que hoy consideró una joya de la literatura. A partir de ese cuento, comencé a comprar muchos otros cuentos de Poe, y así conocí El  gato negro, Berenice, El pozo y el péndulo, Enterrado vivo, etc., incursionando así en un nuevo género que superaría con creces mi amor por los policiales: el terror. Luego me enteraría de que Poe era considerado fundador del género policial, que tanto había disfrutado previamente de mano de otros autores. De la mano de Poe, me adentré en los laberintos de lo lúgubre, del enfrentarse con los propios miedos, de perturbar a la propia mente con la imaginación y el ingenio de autores de un talento literario maravilloso. De la mano de Poe conocía Lovecraft, a Ambrose Bierce, a Horacio Quiroga, a Stephen King, grandes inventores de pesadillas. 
Más adelante, conocí también la poesía de Poe, que es espectacular. Y tener la posibilidad de leerla en inglés, el idioma original, es un privilegio, porque el uso que hace del lenguaje y en especial del ritmo de su lengua, de la sonoridad musical, es una maravilla. (The raven, A dream within a dream)
Así que por todo esto, quería aprovechar este día para hacerle un homenaje a este hombre cuya obra tanto me ha inspirado. No hace falta decir que este blog responde también a su influencia, el mismo título lo delata.

Bueno. Aquí les dejo un resumen de la biografía de Poe. 
EDGAR ALLAN POE fue un escritor, poeta, critico y periodista, conocido como uno de los maestros universales del relato corto. Considerado inventor del género detectivesco y gran contribuyente al género de ciencia ficción, así como uno de los iconos del género de terror.
Nació el 19 de enero de 1809 en Boston, Estados Unidos. Sus padres, actores, murieron cuando era niño. Y él fue adoptado (no oficialmente) por un matrimonio adinerado de Richmond, Virgina.
Pasó un curso académico en la Universidad de Virginia y posteriormente se enroló, también por breve tiempo, en el ejército. Sus relaciones con los Allan (padres adoptivos) se rompieron en esa época.
 Su carrera literaria se inició con un libro de poemas, Temerlane and other poems (1827). Y se dedicó largo tiempo a la poesía.
Por motivos económicos, pronto dirigió sus esfuerzos a la prosa, escribiendo relatos y crítica literaria para algunos periódicos de la época; llegó a adquirir cierta notoriedad por su estilo. Debido a su trabajo, vivió en varias ciudades: Baltimore, Filadelfia y Nueva York. En Baltimore, en 1835, contrajo matrimonio con su prima Virgina  Clemm. En enero de 1845, publicó un poema que lo haría célebre:  El cuervo. Su mujer murió de tuberculosis dos años más tarde. 
La larga enfermedad de su esposa convirtió su matrimonio en una experiencia amarga; cuando ella murió, en 1847, se agravó su tendencia al alcoholismo y al consumo de drogas, según testimonio de sus contemporáneos. Ambas adicciones fueron, con toda probabilidad, la causa de su muerte, acaecida en 1849: fue hallado inconsciente en una calle de Baltimore y conducido a un hospital, donde falleció pocos días más tarde, aparentemente de un ataque cerebral.

Aquí les dejo el cuento Corazón delator, de Poe, para aquellos que quieran leerlo por primera vez o releerlo por gusto, es un cuento magnífico:
Y acá les dejo este poema que compartí hace un tiempo de Borges, que habla de Edgar Allan Poe. Creo que describe muy bien lo que fue Poe, un gran "inventor de pesadillas":
Más adelante subiré más cuentos y poemas de este autor para ir ampliando esta biblioteca virtual de horrores.

Gracias por leer! 

domingo, 27 de diciembre de 2015

Un habitante de Carcosa ~ Ambrose Bierce




"Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, 
en otras se desvanece  por completo con el espíritu. 
Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad  (tal es la voluntad de Dios), 
y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre  
se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, 
lo que es de hecho verdad.  Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, 
cuyo testimonio es la prueba.  En una clase de muerte el espíritu muere también, 
y se ha comprobado que puede suceder  que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. 
Y a veces, como se ha testificado de  forma irrefutable, 
el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, 
pero, según algunos,  resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió."




Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no 
experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar. 
Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: "¿Cómo llegué aquí?". Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir... ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
-¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

                                                                                                                                   Ambrose Bierce

martes, 14 de julio de 2015

Markheim - Robert Louis Stevenson



-Sí -dijo el anticuario-, nuestras buenas oportunidades son de varias clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son honrados -y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más fuerza las facciones del visitante-, y en ese caso -continuó- recojo el beneficio debido a mi integridad.

Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.

El anticuario rió entre dientes.

-Viene usted a verme el día de Navidad -continuó-, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.

El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:

-¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!

Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror.

-Esta vez -dijo- está usted equivocado. No vengo a vender sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de mi tío sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque estuviera intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría más bien a ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo. Busco un regalo de Navidad para una dama -continuó, creciendo en elocuencia al enlazar con la justificación que traía preparada-; y tengo que presentar mis excusas por molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me descuidé y esta noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como sabe usted perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que no debe despreciarse.

A esto siguió una pausa, durante la cual el anticuario pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El tic-tac de muchos relojes entre los curiosos muebles de la tienda, y el rumor de los cabriolés en la cercana calle principal, llenaron el silencioso intervalo.

-De acuerdo, señor -dijo el anticuario-, como usted diga. Después de todo es usted un viejo cliente; y si, como dice, tiene la oportunidad de hacer un buen matrimonio, no seré yo quien le ponga obstáculos. Aquí hay algo muy adecuado para una dama -continuó-; este espejo de mano, del siglo XV, garantizado; también procede de una buena colección, pero me reservo el nombre por discreción hacia mi cliente, que como usted, mi querido señor, era el sobrino y único heredero de un notable coleccionista.

El anticuario, mientras seguía hablando con voz fría y sarcástica, se detuvo para coger un objeto; y, mientras lo hacia, Markheim sufrió un sobresalto, una repentina crispación de muchas pasiones tumultuosas que se abrieron camino hasta su rostro. Pero su turbación desapareció tan rápidamente como se había producido, sin dejar otro rastro que un leve temblor en la mano que recibía el espejo.

-Un espejo -dijo con voz ronca; luego hizo una pausa y repitió la palabra con más claridad-. ¿Un espejo? ¿Para Navidad? Usted bromea.

-¿Y por qué no? -exclamó el anticuario-. ¿Por qué un espejo no?

Markheim lo contemplaba con una expresión indefinible.

-¿Y usted me pregunta por qué no? -dijo-. Basta con que mire aquí..., mírese en él... ¡Véase usted mismo! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! A mí tampoco me gusta... ni a ningún hombre.

El hombrecillo se había echado para atrás cuando Markheim le puso el espejo delante de manera tan repentina; pero al descubrir que no había ningún otro motivo de alarma, rió de nuevo entre dientes.

-La madre naturaleza no debe de haber sido muy liberal con su futura esposa, señor -dijo el anticuario.

-Le pido -replicó Markheim- un regalo de Navidad y me da usted esto: un maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras... ¡una conciencia de mano! ¿Era ésa su intención? ¿Pensaba usted en algo concreto? Dígamelo. Será mejor que lo haga. Vamos, hábleme de usted. Voy a arriesgarme a hacer la suposición de que en secreto es usted un hombre muy caritativo.

El anticuario examinó detenidamente a su interlocutor. Resultaba muy extraño, porque Markheim no daba la impresión de estar riéndose; había en su rostro algo así como un ansioso chispazo de esperanza, pero ni el menor asomo de hilaridad.

-¿A qué se refiere? -preguntó el anticuario.

-¿No es caritativo? -replicó el otro sombríamente-. Sin caridad; impío; sin escrúpulos; no quiere a nadie y nadie le quiere; una mano para coger el dinero y una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Santo cielo, buen hombre! ¿Es eso todo?

-Voy a decirle lo que es en realidad -empezó el anticuario, con voz cortante, que acabó de nuevo con una risa entre dientes-. Ya veo que se trata de un matrimonio de amor, y que ha estado usted bebiendo a la salud de su dama.

-¡Ah! -exclamó Markheim, con extraña curiosidad-. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de ello.

-Yo -exclamó el anticuario-, ¿enamorado? Nunca he tenido tiempo ni lo tengo ahora para oír todas estas tonterías. ¿Va usted a llevarse el espejo?

-¿Por qué tanta prisa? -replicó Markheim-. Es muy agradable estar aquí hablando; y la vida es tan breve y tan insegura que no quisiera apresurarme a agotar ningún placer; no, ni siquiera uno con tan poca entidad como éste. Es mejor agarrarse, agarrarse a lo poco que esté a nuestro alcance, como un hombre al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si se piensa en ello; un precipicio de una milla de altura; lo suficientemente alto para destruir, si caemos, hasta nuestra última traza de humanidad. Por eso es mejor que hablemos con calma. Hablemos de nosotros mismos: ¿por qué tenemos que llevar esta máscara? Hagámonos confidencias. ¡Quién sabe, hasta es posible que lleguemos a ser amigos !

-Sólo tengo una cosa que decirle -respondió el anticuario-. ¡Haga usted su compra o váyase de mi tienda!

-Es cierto, es cierto -dijo Markheim-. Ya está bien de bromas. Los negocios son los negocios. Enséñeme alguna otra cosa.

El anticuario se agachó de nuevo, esta vez para dejar el espejo en la estantería, y sus finos cabellos rubios le cubrieron los ojos mientras lo hacía. Markheim se acercó a él un poco más, con una mano en el bolsillo de su abrigo; se irguió, llenándose de aire los pulmones; al mismo tiempo muchas emociones diferentes aparecieron antes en su rostro: terror y decisión, fascinación y repulsión física; y mediante un extraño fruncimiento del labio superior, enseñó los dientes.

-Esto, quizá, resulte adecuado -hizo notar el anticuario; y mientras se incorporaba, Markheim saltó desde detrás sobre su víctima. La estrecha daga brilló un momento antes de caer. El anticuario forcejeó como una gallina, se dio un golpe en la sien con la repisa y luego se desplomó sobre el suelo como un rebaño de trapos.

El tiempo hablaba por un sinfín de voces apenas audibles en aquella tienda; había otras solemnes y lentas como correspondía a sus muchos años, y aun algunas parlanchinas y apresuradas. Todas marcaban los segundos en un intrincado coro de tic-tacs. Luego, el ruido de los pies de un muchacho, corriendo pesadamente sobre la acera, irrumpió entre el conjunto de voces, devolviendo a Markheim la conciencia de lo que tenía alrededor. Contempló la tienda lleno de pavor. La vela seguía sobre el mostrador, y su llama se agitaba solemnemente debido a una corriente de aire; y por aquel movimiento insignificante, la habitación entera se llenaba de silenciosa agitación, subiendo y bajando como las olas del mar; las sombras alargadas cabeceaban, las densas manchas de oscuridad se dilataban y contraían como si respirasen, los rostros de los retratos y los dioses de porcelana cambiaban y ondulaban como imágenes sobre el agua. La puerta interior seguía entreabierta y escudriñaba el confuso montón de sombras con una larga rendija de luz semejante a un índice extendido.

De aquellas aterrorizadas ondulaciones los ojos de Markheim se volvieron hacia el cuerpo de la víctima, que yacía encogido y desparramado al mismo tiempo; increíblemente pequeño y, cosa extraña, más mezquino aún que en vida. Con aquellas pobres ropas de avaro, en aquella desgarbada actitud, el anticuario yacía como si no fuera más que un montón de aserrín. Markheim había temido mirarlo y he aquí que no era nada. Y sin embargo mientras lo contemplaba, aquel montón de ropa vieja y aquel charco de sangre empezaron a expresarse con voces elocuentes. Allí tenía que quedarse; no había nadie que hiciera funcionar aquellas articulaciones o que pudiera dirigir el milagro de su locomoción: allí tenía que seguir hasta que lo encontraran. Y ¿cuando lo encontraran? Entonces, su carne muerta lanzaría un grito que resonaría por toda Inglaterra y llenaría el mundo con los ecos de la persecución. Muerto o vivo aquello seguía siendo el enemigo. «El tiempo era el enemigo cuando faltaba la inteligencia», pensó; y la primera palabra se quedó grabada en su mente. El tiempo, ahora que el crimen había sido cometido; el tiempo, que había terminado para la víctima, se había convertido en perentorio y trascendental para el asesino.

Aún seguía pensando en esto cuando, primero uno y luego otro, con los ritmos y las voces más variadas -una tan profunda como la campana de una catedral, otra esbozando con sus notas agudas el preludio de un vals-, los relojes empezaron a dar las tres.

El repentino desatarse de tantas lenguas en aquella cámara silenciosa le desconcertó. Empezó a ir de un lado para otro con la vela, acosado por sombras en movimiento, sobresaltado en lo más vivo por reflejos casuales. En muchos lujosos espejos, algunos de estilo inglés, otros de Venecia o Ámsterdam, vio su cara repetida una y otra vez, como si se tratara de un ejército de espías; sus mismos ojos detectaban su presencia; y el sonido de sus propios pasos, aunque anduviera con cuidado, turbaba la calma circundante. Y todavía, mientras continuaba llenándose los bolsillos, su mente le hacía notar con odiosa insistencia los mil defectos de su plan. Tendría que haber elegido una hora más tranquila; haber preparado una coartada; no debería haber usado un cuchillo, tendría que haber sido más cuidadoso y atar y amordazar sólo al anticuario en lugar de matarlo; o, mejor, ser aún más atrevido y matar también a la criada; tendría que haberlo hecho todo de manera distinta; intensos remordimientos, vanos y tediosos esfuerzos de la mente para cambiar lo incambiable, para planear lo que ya no servía de nada, para ser el arquitecto del pasado irrevocable. Mientras tanto, y detrás de toda esta actividad, terrores primitivos, como un escabullirse de ratas en un ático desierto, llenaban de agitación las más remotas cámaras de su cerebro; la mano del policía caería pesadamente sobre su hombro y sus nervios se estremecerían como un pez cogido en el anzuelo; o presenciaba, en desfile galopante, el arresto, la prisión, la horca y el negro ataúd.

El terror a los habitantes de la calle bastaba para que su imaginación los percibiera como un ejército sitiador. Era imposible, pensó, que algún rumor del forcejeo no hubiera llegado a sus oídos, despertando su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas, adivinaba a sus ocupantes inmóviles, al acecho de cualquier rumor: personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad sin otra compañía que los recuerdos del pasado, y ahora forzadas a abandonar tan melancólica tarea; alegres grupos de familiares, repentinamente silenciosos alrededor de la mesa, la madre aún con un dedo levantado; personas de distintas categorías, edades y estados de ánimo, pero todos, dentro de su corazón, curioseando y prestando atención y tejiendo la soga que habría de ahorcarle. A veces le parecía que no era capaz de moverse con la suficiente suavidad; el tintineo de las altas copas de Bohemia parecía un redoblar de campanas; y, alarmado por la intensidad de los tic-tac, sentía la tentación de parar todos los relojes. Luego, con una rápida transformación de sus terrores, el mismo silencio de la tienda le parecía una fuente de peligro, algo capaz de sorprender y asustar a los que pasaran por la calle; y entonces andaba con más energía y se movía entre los objetos de la tienda imitando, jactanciosamente, los movimientos de un hombre ocupado, en el sosiego de su propia casa.

Pero estaba tan dividido entre sus diferentes miedos que, mientras una porción de su mente seguía alerta y haciendo planes, otra temblaba al borde de la locura. Una particular alucinación había conseguido tomar fuerte arraigo. El vecino escuchando con rostro lívido junto a la ventana, el viandante detenido en la acera por una horrible conjetura, podían sospechar pero no saber; a través de las paredes de ladrillo y de las ventanas cerradas sólo pasaban los sonidos. Pero allí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que sí; había visto salir a la criada en busca de su novio, humildemente engalanada y con un «voy a pasar el día fuera» escrito en cada lazo y en cada sonrisa. Sí, estaba solo, por supuesto; y, sin embargo, en la casa vacía que se alzaba por encima de él, oía con toda claridad un leve ruido de pasos..., era consciente, inexplicablemente consciente de una presencia. Efectivamente; su imaginación era capaz de seguirla por cada habitación y cada rincón de la casa; a veces era una cosa sin rostro que tenía, sin embargo, ojos para ver; otras, una sombra de sí mismo; luego la presencia cambiaba, convirtiéndose en la imagen del anticuario muerto, revivificada por la astucia y el odio.

A veces, haciendo un gran esfuerzo, miraba hacia la puerta entreabierta que aún conservaba un extraño poder de repulsión. La casa era alta, la claraboya pequeña y cubierta de polvo, el día casi inexistente en razón de la niebla; y la luz que se filtraba hasta el piso bajo débil en extremo, capaz apenas de iluminar el umbral de la tienda. Y, sin embargo, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no temblaba una sombra?

Repentinamente, desde la calle, un caballero muy jovial empezó a llamar con su bastón a la puerta de la tienda, acompañando los golpes con gritos y bromas en las que se hacían continuas referencias al anticuario llamándolo por su nombre de pila. Markheim, convertido en estatua de hielo, lanzó una mirada al muerto. Pero no había nada que temer: seguía tumbado, completamente inmóvil; había huido a un sitio donde ya no podía escuchar aquellos golpes y aquellos gritos; se había hundido bajo mares de silencio; y su nombre, que en otro tiempo fuera capaz de atraer su atención en medio del fragor de la tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y en seguida el jovial caballero renunció a llamar y se alejó calle adelante.

Aquello era una clara insinuación de que convenía apresurar lo que faltaba por hacer; que convenía marcharse de aquel barrio acusador, sumergirse en el baño de las multitudes londinenses y alcanzar, al final del día, aquel puerto de salvación y de aparente inocencia que era su cama. Había aparecido un visitante: en cualquier momento podía aparecer otro y ser más obstinado. Haber cometido el crimen y no recoger los frutos sería un fracaso demasiado atroz. La preocupación de Markheim en aquel momento era el dinero, y como medio para llegar hasta él, las llaves.

Miró por encima del hombro hacia la puerta entreabierta, donde aún permanecía la sombra temblorosa; y sin conciencia de ninguna repugnancia mental pero con un peso en el estómago, Markheim se acercó al cuerpo de su víctima. Los rasgos humanos característicos habían desaparecido completamente. Era como un traje relleno a medias de aserrín, con las extremidades desparramadas y el tronco doblado; y sin embargo conseguía provocar su repulsión. A pesar de su pequeñez y de su falta de lustre. Markheim temía que recobrara realidad al tocarlo. Cogió el cuerpo por los hombros para ponerlo boca arriba. Resultaba extrañamente ligero y flexible y las extremidades, como si estuvieran rotas, se colocaban en las más extrañas posturas. El rostro había quedado desprovisto de toda expresión, pero estaba tan pálido como la cera, y con una mancha de sangre en la sien. Esta circunstancia resultó muy desagradable para Markheim. Le hizo volver al pasado de manera instantánea; a cierto día de feria en una aldea de pescadores, un día gris con una suave brisa; a una calle llena de gente, al sonido estridente de las trompetas, al redoblar de los tambores, y a la voz nasal de un cantante de baladas; y a un muchacho que iba y venía, sepultado bajo la multitud y dividido entre la curiosidad y el miedo, hasta que, alejándose de la zona más concurrida, se encontró con una caseta y un gran cartel con diferentes escenas, atrozmente dibujadas y peor coloreadas: Brownrigg y su aprendiz; los Mannig con su huésped asesinado; Weare en el momento de su muerte a manos de Thurtell; y una veintena más de crímenes famosos. Lo veía con tanta claridad como si fuera un espejismo; Markheim era de nuevo aquel niño; miraba una vez más, con la misma sensación física de náusea, aquellas horribles pinturas, todavía estaba atontado por el redoblar de los tambores. Un compás de la música de aquel día le vino a la memoria; y ante aquello, por primera vez, se sintió acometido de escrúpulos, experimentó una sensación de mareo y una repentina debilidad en las articulaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para resistir y vencerlas.

Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas consideraciones que huir de ellas; contemplar con toda fijeza el rostro muerto y obligar la mente a darse cuenta de la naturaleza e importancia de su crimen. Hacía tan poco tiempo que aquel rostro había expresado los más variados sentimientos que aquella boca había hablado, que aquel cuerpo se había encendido con energías encaminadas hacia una meta; y ahora, y por obra suya aquel pedazo de vida se había detenido, como el relojero, interponiendo un dedo, detiene el latir del reloj. Así razonaba en vano; no conseguía sentir más remordimientos; el mismo corazón que se había encogido ante las pintadas efigies del crimen, contemplaba indiferente su realidad. En el mejor de los casos, sentía un poco de piedad por uno que había poseído en vano todas esas facultades que pueden hacer del mundo un jardín encantado; uno que nunca había vivido y que ahora estaba ya muerto. Pero de contrición, nada; ni el más leve rastro.

Con esto, después de apartar de sí aquellas consideraciones, encontró las llaves y se dirigió hacia la puerta entreabierta. En el exterior llovía con fuerza; y el ruido del agua sobre el tejado había roto el silencio. Al igual que una cueva con goteras, las habitaciones de la casa estaban llenas de un eco incesante que llenaba los oídos y se mezclaba con el tic-tac de los relojes. Y, a medida que Markheim se acercaba a la puerta, le pareció oír, en respuesta a su cauteloso caminar, los pasos de otros pies que se retiraban escaleras arriba. La sombra todavía palpitaba en el umbral. Markheim hizo un esfuerzo supremo para dar confianza a sus músculos y abrió la puerta de par en par.

La débil y neblinosa luz del día iluminaba apenas el suelo desnudo, las escaleras, la brillante armadura colocada, alabarda en mano, en un extremo del descansillo, y los relieves en madera oscura y los cuadros que colgaban de los paneles amarillos del revestimiento. Era tan fuerte el golpear de la lluvia por toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a diferenciarse en muchos sonidos diversos. Pasos y suspiros, el ruido de un regimiento marchando a lo lejos, el tintineo de monedas al contarlas, el chirriar de puertas cautelosamente entreabiertas, parecía mezclarse con el repiqueteo de las gotas sobre la cúpula y con el gorgoteo de los desagües. La sensación de que no estaba solo creció dentro de él hasta llevarlo al borde de la locura. Por todos lados se veía acechado y cercado por aquellas presencias. Las oía moverse en las habitaciones altas; oía levantarse en la tienda al anticuario; y cuando empezó, haciendo un gran esfuerzo, a subir las escaleras, sintió pasos que huían silenciosamente delante de él y otros que le seguían cautelosamente. Si estuviera sordo, pensó Markheim, ¡qué fácil le sería conservar la calma! Y en seguida, y escuchando con atención siempre renovada, se felicitó a sí mismo por aquel sentido infatigable que mantenía alerta a las avanzadillas y era un fiel centinela encargado de proteger su vida. Markheim giraba la cabeza continuamente, sus ojos, que parecían salírsele de las órbitas, exploraban por todas partes, y en todas partes se veían recompensados a medias con la cola de algún ser innominado que se desvanecía. Los veinticuatro escalones hasta el primer piso fueron otras tantas agonías.

En el primer piso las puertas estaban entornadas; tres puertas como tres emboscadas, haciéndole estremecerse como si fueran bocas de cañón. Nunca más, pensó podría sentirse suficientemente protegido contra los observadores ojos de los hombres; anhelaba estar en su casa, rodeado de paredes, hundido entre las ropas de la cama, e invisible a todos menos a Dios. Y ante aquel pensamiento se sorprendió un poco, recordando historias de otros criminales y del miedo que, según contaban, sentían ante la idea de un vengador celestial. No sucedía así, al menos, con él. Markheim temía las leyes de la naturaleza, no fuera que en su indiferente e inmutable proceder, conservaran alguna prueba concluyente de su crimen. Temía diez veces más, con un terror supersticioso y abyecto, algún corte en la continuidad de la experiencia humana, alguna caprichosa ilegalidad de la naturaleza. El suyo era un juego de habilidad, que dependía de reglas, que calculaba las consecuencias a partir de una causa; y ¿qué pasaría si la naturaleza, de la misma manera que el tirano derrotado volcó el tablero de ajedrez, rompiera el molde de su concatenación? Algo parecido le había sucedido a Napoleón (al menos eso decían los escritores) cuando el invierno cambió el momento de su aparición. Lo mismo podía sucederle a Markheim; las sólidas paredes podían volverse transparentes y revelar sus acciones como las colmenas de cristal revelan las de las abejas; las recias tablas podían ceder bajo sus pies como arenas movedizas, reteniéndolo en su poder; y existían accidentes perfectamente posibles capaces de destruirlo; así, por ejemplo, la casa podía derrumbarse y aprisionarlo junto al cuerpo de su víctima; o podía arder la casa vecina y verse rodeado de bomberos por todas partes. Estas cosas le inspiraban miedo; y, en cierta manera, a esas cosas se las podía considerar como la mano de Dios extendida contra el pecado. Pero en cuanto a Dios mismo, Markheim se sentía tranquilo; la acción cometida por él era sin duda excepcional, pero también lo eran sus excusas, que Dios conocía; era en ese tribunal y no entre los hombres, donde estaba seguro de alcanzar justicia.

Después de llegar sano y salvo a la sala y de cerrar la puerta tras de sí, Markheim se dio cuenta de que iba a disfrutar de un descanso después de tantos motivos de alarma. La habitación estaba completamente desmantelada, sin alfombra por añadidura, con muebles descabalados y cajas de embalaje esparcidos aquí y allá; había varios espejos de cuerpo entero, en los que podía verse desde diferentes ángulos, como un actor sobre un escenario; muchos cuadros, enmarcados o sin enmarcar, de espaldas contra la pared; un elegante aparador Sheraton, un armario de marquetería, y una gran cama antigua, con dosel. Las ventanas se abrían hasta el suelo, pero afortunadamente la parte inferior de los postigos estaba cerrada, y esto le ocultaba de los vecinos. Markheim procedió entonces a colocar una de las cajas de embalaje delante del armario y empezó a buscar entre las llaves. Era una tarea larga, porque había muchas, y molesta por añadidura; después de todo, podía no haber nada en el armario y el tiempo pasaba volando. Pero el ocuparse de una tarea tan concreta sirvió para que se serenara. Con el rabillo del ojo veía la puerta: de cuando en cuando miraba hacia ella directamente, de la misma manera que al comandante de una plaza sitiada le gusta comprobar por sí mismo el buen estado de sus defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. El ruido de la lluvia que caía en la calle resultaba perfectamente normal y agradable En seguida, al otro lado, alguien empezó a arrancar notas de un piano hasta formar la música de un himno, y las voces de muchos niños se le unieron para cantar la letra. ¡Qué majestuosa y tranquilizadora era la melodía! ¡Qué agradables las voces juveniles! Markheim las escuchó sonriendo, mientras revisaba las llaves; y su mente se llenó de imágenes e ideas en correspondencia con aquella música; niños camino de la iglesia mientras resonaba el órgano; niños en el campo, unos bañándose en el río otros vagabundeando por el prado o haciendo volar sus cometas por un cielo cubierto de nubes empujadas por el viento; y después, al cambiar el ritmo de la música, otra vez en la iglesia, con la somnolencia de los domingos de verano, la voz aguda y un tanto afectada del párroco (que le hizo sonreír al recordarla), las tumbas del período jacobino, y el texto de los Diez Mandamientos grabado en el presbiterio con caracteres ya apenas visibles.

Y mientras estaba así sentado, distraído y ocupado al mismo tiempo, algo le sobresaltó, haciéndole ponerse en pie. Tuvo una sensación como de hielo, y luego un calor insoportable, le pareció que el corazón iba estallarle dentro del pecho y finalmente se quedó inmóvil, temblando de horror. Alguien subía la escalera con pasos lentos pero firmes; en seguida una mano se posó sobre el picaporte, la cerradura emitió un suave chasquido y la puerta se abrió.

El miedo tenía a Markheim atenazado. No sabía qué esperar: si al muerto redivivo, a los enviados oficiales de la justicia humana, o a algún testigo casual que, sin saberlo, estaba a punto de entregarlo a la horca. Pero cuando el rostro que apareció en la abertura recorrió la habitación con la vista, lo miró, hizo una inclinación de cabeza, sonrió como si reconociera en él a un amigo, retrocedió de nuevo y cerró la puerta tras de sí, Markheim fue incapaz de controlar su miedo y dejó escapar un grito ahogado. Al oírlo, el visitante volvió a entrar.

-¿Me llamaba? -preguntó con gesto cordial; y con esto, introdujo todo el cuerpo en la habitación y cerró de nuevo la puerta.

Markheim lo contempló con la mayor atención imaginable. Quizá su vista tropezaba con algún obstáculo, porque la silueta del recién llegado parecía modificarse y ondular como la de los ídolos de la tienda bajo la luz vacilante de la vela; a veces le parecía reconocerlo; a veces le daba la impresión de parecerse a él; y a cada momento, como un peso intolerable, crecía en su pecho la convicción de que aquel ser no procedía ni de la tierra ni de Dios.

Y sin embargo aquella criatura tenia un extraño aire de persona corriente mientras miraba a Markheim sin dejar de sonreír; y después, cuando añadió: «¿Está usted buscando el dinero, no es cierto?», lo hizo con un tono cortés que nada tenía de extraordinario.

Markheim no contestó.

-Debo advertirle -continuó el otro- que la criada se ha separado de su novio antes de lo habitual y que no tardará mucho en estar de vuelta. Si el señor Markheim fuera encontrado en esta casa, no necesito describirle las consecuencias.

-¿Me conoce usted? -exclamó el asesino.

El visitante sonrió.

-Hace mucho que es usted uno de mis preferidos -dijo-; le he venido observando durante todo este tiempo y he deseado ayudarle con frecuencia.

-¿Quién es usted? -exclamó Markheim-: ¿el Demonio?

-Lo que yo pueda ser -replicó el otro- no afecta para nada al servicio que me propongo prestarle.

-¡Sí que lo afecta! -exclamó Markheim-, ¡claro que sí! ¿Ser ayudado por usted? ¡No, nunca, no por usted! ¡Todavía no me conoce, gracias a Dios, todavía no!

-Le conozco -replicó el visitante, con tono severo o más bien firme-. Conozco hasta sus más íntimos pensamientos.

-¡Me conoce! -exclamó Markheim-. ¿Quién puede conocerme? Mi vida no es más que una parodia y una calumnia contra mí mismo. He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos son mejores que este disfraz que va creciendo y acaba asfixiándolos. La vida se los lleva a todos a rastras, como si un grupo de malhechores se hubiera apoderado de ellos y acallara sus gritos a la fuerza. Si no hubieran perdido el control..., si se les pudiera ver la cara, serían completamente diferentes, ¡resplandecerían como héroes y como santos! Yo soy peor que la mayoría; mi ser auténtico está más oculto; mis razones sólo las conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría mostrarme tal como soy.

-¿Ante mí? -preguntó el visitante.

-Sobre todo ante usted -replicó el asesino-. Le suponía inteligente. Pensaba, puesto que existe, que resultaría capaz de leer los corazones. Y, sin embargo, ¡se propone juzgarme por mis actos! Piense en ello; ¡mis actos! Nací y he vivido en una tierra de gigantes; gigantes que me arrastran, cogido por las muñecas, desde que salí del vientre de mi madre: los gigantes de las circunstancias. ¡Y usted va a juzgarme por mis actos! ¿No es capaz de mirar en mi interior? ¿No comprende que el mal me resulta odioso? ¿No ve usted cómo la conciencia escribe dentro de mí con caracteres muy precisos, nunca borrados por sofismas caprichosos, pero sí frecuentemente desobedecidos? ¿No me reconoce usted como algo seguramente tan común como la misma humanidad: el pecador que no quiere serlo?

-Se expresa usted con mucho sentimiento -fue la respuesta-, pero todo eso no me concierne. Esas razones quedan fuera de mi competencia, y no me interesan en absoluto los apremios por los que se ha visto usted arrastrado; tan sólo que le han llevado en la dirección correcta. Pero el tiempo pasa; la criada se retrasa mirando las gentes que pasan y los dibujos de las carteleras, pero está cada vez más cerca; y recuerde, ¡es como si la horca misma caminara hacia usted por las calles en este día de Navidad! ¿No debería ayudarle, yo que lo sé todo? ¿No debería decirle dónde está el dinero?

-¿A qué precio? -preguntó Markheim.

-Le ofrezco este servicio como regalo de Navidad -contestó el otro.

Markheim no pudo evitar la triste sonrisa de quien alcanza una amarga victoria.

-No -dijo-; no quiero nada que venga de sus manos; si estuviera muriéndome de sed, y fuera su mano quien acercara una jarra a mis labios, tendría el valor de rechazarla. Puede que sea excesivamente crédulo, pero no haré nada que me ligue voluntariamente al mal.

-No tengo nada en contra de un arrepentimiento en el lecho de muerte -hizo notar el visitante.

-¡Porque no cree usted en su eficacia! -exclamó Markheim.

-No diría yo eso -respondió el otro-; en realidad miro estas cosas desde otra perspectiva, y cuando la vida llega a su fin, mi interés decae. El hombre en cuestión ha vivido sirviéndome, extendiendo el odio disfrazado de religión, o sembrando cizaña en los trigales, como hace usted, a lo largo de una vida caracterizada por la debilidad frente a los deseos. Cuando el fin se acerca, sólo puede hacerme un servicio más: arrepentirse, morir sonriendo, aumentando así la confianza y la esperanza de los más tímidos entre mis seguidores. No soy un amo demasiado severo. Haga la prueba. Acepte mi ayuda. Disfrute de la vida como lo ha hecho hasta ahora; disfrute con mayor amplitud, ponga los codos sobre la mesa; y cuando empiece a anochecer y se cierren las cortinas, le digo, para su tranquilidad, que hasta le resultará fácil llegar a un acuerdo con su conciencia y hacer las paces con Dios. Regreso ahora mismo de estar junto al lecho de muerte de un hombre así, y la habitación estaba llena de personas sinceramente apesadumbradas escuchando sus últimas palabras: y cuando le he mirado a la cara, una cara que reaccionaba contra la compasión con la dureza del pedernal, he encontrado en ella una sonrisa de esperanza.

-Entonces, ¿me cree usted una criatura como ésas? -preguntó Markheim-. ¿Cree usted que no tengo aspiraciones más generosas que pecar y pecar y pecar, para, en el último instante, colarme de rondón en el cielo? Mi corazón se rebela ante semejante idea. ¿Es ésa toda la experiencia que tiene usted de la humanidad? ¿O es que, como me sorprende usted con las manos en la masa, se imagina tanta bajeza? ¿O es que el asesinato es un crimen tan impío que seca por completo la fuente misma del bien?

-El asesinato no constituye para mí una categoría especial -replicó el otro-. Todos los pecados son asesinatos, igual que toda vida es guerra. Veo a su raza como un grupo de marineros hambrientos sobre una balsa, arrebatando las últimas migajas de las manos más necesitadas y alimentándose cada uno de las vidas de los demás. Sigo los pecados más allá del momento de su realización; descubro en todos que la última consecuencia es la muerte; y desde mi punto de vista, la hermosa doncella que con tan encantadores modales contraría a su madre con motivo de un baile, no está menos cubierta de sangre humana que un asesino como usted. ¿He dicho que sigo los pecados? También me interesan las virtudes; apenas se diferencian de ellos en el espesor de un cabello: unos y otras son las guadañas que utiliza el ángel de la Muerte para recoger su cosecha. El mal, para el cual yo vivo, no consiste en la acción sino en el carácter. El hombre malvado me es caro; no así el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos seguirlos suficientemente lejos, en su descenso por la catarata de las edades, quizá se revelaran como más beneficiosos que los de las virtudes más excepcionales. Y si yo me ofrezco a facilitar su huída, ello no se debe a que haya usted asesinado a un anticuario, sino a que es usted Markheim.

-Voy a abrirle mi corazón -contestó Markheim-. Este crimen en el que usted me ha sorprendido es el último. En mi camino hacia él he aprendido muchas lecciones; el crimen mismo es una lección, una lección de gran importancia. Hasta ahora me he rebelado por las cosas que no tenía; era un esclavo amarrado a la pobreza, empujado y fustigado por ella. Existen virtudes robustas capaces de resistir esas tentaciones; no era ése mi caso: yo tenía sed de placeres. Pero hoy, mediante este crimen, obtengo riquezas y una advertencia; la posibilidad y la firme decisión de ser yo mismo. Paso a ser en todo una voluntad libre; empiezo a verme completamente cambiado; a considerar estas manos agentes del bien y este corazón, una fuente de paz. Algo vuelve a mí desde el pasado; algo que soñaba los domingos por la tarde con un fondo de música de órgano; o que planeaba cuando derramaba lágrimas sobre libros llenos de nobles ideas, cuando hablaba con mi madre, aún niño inocente. En eso estriba el sentido de mi vida; he andado errante unos cuantos años, pero ahora veo una vez más cuál es mi destino.

-Va usted a usar el dinero en la Bolsa, ¿no es cierto? -observó el visitante-; y, si no estoy equivocado, ¿no ha perdido usted allí anteriormente varios miles?

-Sí -dijo Markheim-; pero esta vez se trata de una jugada segura.

-También perderá esta vez -replicó, calmosamente, el visitante.

-¡Me guardaré la mitad! -exclamó Markheim.

-También la perderá -dijo el otro.

La frente de Markheim empezó a llenarse de gotas de sudor.

-Bien; si es así, ¿qué importancia tiene? -exclamó-. Digamos que lo pierdo todo, que me hundo otra vez en la pobreza, ¿será posible que una parte de mí, la peor, continúe hasta el final pisoteando a la mejor? El mal y el bien tienen fuerza dentro de mí, empujándome en las dos direcciones. No quiero sólo una cosa, las quiero todas. Se me ocurren grandes hazañas, renunciaciones, martirios; y aunque haya incurrido en un delito como el asesinato, la compasión no es ajena a mis pensamientos. Siento piedad por los pobres; ¿quién conoce mejor que yo sus tribulaciones? Los compadezco y los ayudo; valoro el amor y me gusta reír alegremente; no hay nada bueno ni verdadero sobre la tierra que yo no ame con todo el corazón. Y ¿han de ser mis vicios quienes únicamente dirijan mi vida, mientras las virtudes carecen de todo efecto, como si fueran trastos viejos? No ha de ser así; también el bien es una fuente de actos.

Pero el visitante alzó un dedo.

-Durante los treinta y seis años que lleva usted vivo -dijo-, durante los cuales su fortuna ha cambiado muchas veces y también su estado de ánimo, le he visto caer cada vez más bajo. Hace quince años le hubiera asustado la idea del robo. Hace tres años la palabra asesinato le hubiera acobardado. ¿Existe aún algún crimen, alguna crueldad o bajeza ante la que todavía retroceda?... ¡Dentro de cinco años le sorprenderé haciéndolo! Su camino va siempre hacia abajo; tan sólo la muerte podrá detenerlo.

-Es verdad -dijo Markheim con voz ronca- que en cierta manera me he sometido al mal. Pero lo mismo les sucede a todos; los mismos santos, por el simple hecho de vivir, se hacen menos delicados, acomodándose a lo que les rodea.

-Voy a hacerle una pregunta muy simple -dijo el otro-, y de acuerdo con su respuesta le haré saber cuál es su horóscopo moral. Ha ido usted haciéndose más laxo en muchas cosas; posiblemente hace usted bien; y en cualquier caso, lo mismo les sucede a los demás hombres. Pero, aunque reconozca eso, ¿cree que en algún aspecto particular, por insignificante que sea, es usted más exigente en su conducta, o cree más bien que se ha dejado ir en todo?

-¿En algún aspecto particular? -repitió Markheim, sumido en angustiosa consideración-. No -añadió después, con desesperanza-, ¡en ninguno! Me he ido dejando arrastrar en todo.

-Entonces -dijo el visitante-, confórmese con lo que es, porque nunca cambiará; el papel que representa usted en esta obra ha sido ya irrevocablemente escrito.

Markheim permaneció callado un buen rato, y de hecho fue el visitante quien rompió primero el silencio.

-Siendo ésa la situación -dijo-, ¿debo mostrarle el dinero?

-¿Y la gracia? -exclamó Markheim.

-¿No lo ha intentado ya? -replicó el otro-. Hace dos o tres años, ¿no le vi en una reunión evangelista, y no era su voz la que cantaba los himnos con más fuerza?

-Es cierto -dijo Markheim-; y veo con claridad en qué consiste mi deber. Le agradezco estas lecciones con toda mi alma; se me han abierto los ojos y me veo por fin a mí mismo tal como soy.

En aquel momento, la nota aguda de la campanilla de la puerta resonó por toda la casa; y el visitante, como si se tratara de una señal que había estado esperando, cambió inmediatamente de actitud.

-¡La criada! -exclamó-. Ha regresado, como ya le había advertido, y ahora tendrá usted que dar otro paso difícil. Su señor, debe usted decirle, está enfermo, debe usted hacerla entrar, con expresión tranquila pero más bien seria: nada de sonrisas, no exagere su papel, ¡y yo le prometo que tendrá éxito! Una vez que la muchacha esté dentro, con la puerta cerrada la misma destreza que le ha permitido librarse del anticuario, le servirá para eliminar este último obstáculo en su camino. A partir de ese momento tendrá usted toda la tarde, la noche entera, si fuera necesario, para apoderarse de los tesoros de la casa y ponerse después a salvo. Se trata de algo que le beneficia aunque se presente con la máscara del peligro. ¡Levántese! -exclamó-; ¡levántese, amigo mío!; su vida está oscilando en la balanza: ¡levántese y actúe!

Markheim miró fijamente a su consejero.

-Si estoy condenado a hacer el mal -dijo-, todavía tengo una salida hacia la libertad..., puedo dejar de obrar. Si mi vida es una cosa nociva, puedo sacrificarla. Aunque me halle, como usted bien dice, a merced de la más pequeña tentación, todavía puedo, con un gesto decidido, ponerme fuera del alcance de todas. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad; quizá sea así, de acuerdo. Pero todavía me queda el odio al mal; y de él, para decepción suya, verá cómo soy capaz de sacar energía y valor.

Los rasgos del visitante empezaron a sufrir una extraordinaria transformación; todo su rostro se iluminó y dulcificó con una suave expresión de triunfo, y, al mismo tiempo, sus facciones fueron palideciendo y desvaneciéndose. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o a entender aquella transformación. Abrió la puerta y bajó las escaleras muy despacio, recapacitando consigo mismo. Su pasado fue desfilando ante él; lo fue viendo tal como era, desagradable y penoso como un mal sueño, tan desprovisto de sentido como un homicidio accidental... el escenario de una derrota. La vida, tal como estaba volviendo a verla, no le tentaba ya; pero en la orilla más lejana era capaz de distinguir un refugio tranquilo para su embarcación. Se detuvo en el pasillo y miró dentro de la tienda, donde la vela ardía aún junto al cadáver. Todo se había quedado extrañamente silencioso. Allí parado, empezó a pensar en el anticuario. Y una vez más la campanilla de la puerta estalló en impaciente clamor.

Markheim se enfrentó a la criada en el umbral de la puerta con algo que casi parecía una sonrisa.

-Será mejor que avise a la policía -dijo-: he matado a su señor.