viernes, 22 de enero de 2016

EXIMENTE, Emilia Pardo Bazán

Este es un cuento que acabo de descubrir y que lo disfrute mucho y por eso quiero compartirlo. Es de una escritora española, Emilia Pardo Bazán. Esta repleto de imágenes que apelan a miedos comunes, y que por ello resultan inquietantes. La sensación de no estar solo, de ser observado, la dificultad para dormir por la noche, el miedo a lo sobrenatural, a las apariciones, al silencio de la noche, a la pérdida de la cordura. 

Espero que disfruten de esta pesadilla! 




EXIMENTE


El suicidio de Federico Molina fue uno de los que no se explica nadie. Se aventuraron hipótesis, barajando las causas que suelen determinar esta clase de actos, por desgracia frecuentes, hasta el punto de que van formando sección en la Prensa; se habló, como siempre se habla, de tapete verde, de ojos negros, de enfermedad incurable, de dinero perdido y no hallado, de todo, en fin... Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado nicho en que descansan sus restos, mientras su pobre alma... 
¿No pensáis vosotros en el destino de las almas después que surgen de su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo que se dice nunca? ¿Creéis tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro?
El príncipe Hamlet no creía, y por eso prefirió sufrir los males que le rodeaban, antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no regresó viajero alguno. 
Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico -ni aun lo que dudaba-, porque a Hamlet, trastornado por la aparición de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el problema del «acaso soñar...» 
Una casualidad de las que parecen inventadas y no pueden inventarse, trajo a mis manos algo que a un diario se asemeja; apuntes trazados por Federico, que tenían en la primera hoja la fecha de un año justo antes del drama. La clave de su desventura la encierra el elegante álbum con tapas de cuero de Rusia, con las iniciales F. M. enlazadas, de oro, vendido a un prendero en la almoneda, adquirido por un aficionado a encuadernaciones, que arranca cuidadosamente lo escrito o impreso y solo guarda la tapa, habiéndose formado una soberbia, ¿diré biblioteca?, de forros de libros, y a quien yo he suplicado que me ceda lo de dentro, ya que solo estima lo de fuera -y tal vez es un gran sabio-. Así pude penetrar en el espíritu del suicida, y creo que nadie traducirá sino como yo las traduje las indicaciones que extracto coordinándolas. 
*** 


«¡Siempre lo mismo! La impresión persiste.
¿Cómo empezó? 
Esto es lo malo: no lo puedo decir. Fue tan insensible la inoculación, que apenas recuerdo antecedentes. 
No veo causa, no veo origen definido. No he recibido, a mi parecer, ningún susto; no he sufrido emoción alguna, profunda o repentina y sobrecogedora, que justifique estado de ánimo tan especial. 
¿De ánimo? Y también de cuerpo. Noto que mis funciones se han alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo. 
La depresión de mis facultades es gradual, honda. 
Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un reloj descompuesto. Ni aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo que me pasa. 
Lo intentaré... 
Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de noche, en cama, a las altas horas.
La puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado a la llave dos vueltas. La calma de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque a domicilio; solo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él a todo trance. 
Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído? 
¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí? 
La habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar insanamente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario de luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente... 
Los colores del tapizado son alegres; el fondo, claro; por presentimiento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las escenas de crueldad y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!..., un miedo horrible, un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir. 
Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a establecerse ese sosiego amodorrado que invita a la dulzura del sueño, un desvelo nervioso se apodera de mí. Una voz irónica murmura dentro de mi cráneo, más allá de mi oído: «¡No dormirás, no dormirás!» Y esto es lo extraño: me encuentro en compañía de alguien, no sé de quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que me parece escuchar el ritmo de su respiración y advertir cómo su sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera. 
Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de mí. Lo siento a mis espaldas. ¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin duda -todo es posible tratándose de un aparecido-, la pared retrocede para dejar hueco a su cuerpo; y si yo me volviese ahora de improviso, vería al ser que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por la sien o me tape con ella los ojos... 
Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la espantable caricia. 
¿Seré tan cobarde?... Avergonzado, empiezo a recontar los actos de valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He mostrado indiferencia ante los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que tengo pelos en la entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no soy apocado. 
Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni las desordenadas palpitaciones del corazón, que, súbito, se detiene como si fuese a dejar de latir.
El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su tic-tac menudo, y mi sangre, cuajada o arrebatada violentamente por la alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita torrencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y permanezco así, oyendo siempre el respiro del otro mundo, que, en ondas largas, sutiles, me envuelve... 
Me he consultado. «Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas nutritivas; eso es efecto no más de los nervios y la imaginación.» ¡Como si los nervios y la imaginación no formasen parte de nosotros! ¡Como si supiésemos lo que esas palabras -nervios, imaginación- quieren decir! 
He viajado; mi viaje ha durado tres meses. En las habitaciones de las fondas, infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he percibido detrás de mí, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar ni calificar, pues no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de dónde viene. Solo sé que está allí, que su aliento sepulcral me roza la cara, que penetra hasta mis tuétanos, que vierte en ellos ponzoña. 
Una noche, en un acceso de rabia, cogí mi revólver y disparé hacia atrás, donde sentía el hálito maldito. Acudió gente; pretexté miedo a ladrones. ¿Cómo explicar? No entenderían...» 
..................................................................................
«Y es preciso que esto termine -decía una de las últimas hojas del diario-. Me volveré loco, porque, después del disparo, he vuelto a oír la respiración, he vuelto a comprender que había alguien, y es imposible resistir tanto tiempo un suplicio que ni puedo confesar.» 
Sin duda, después de emborronada esta página, el miedo insuperable hizo su oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra.

EMILIA PARDO BAZÁN 

jueves, 21 de enero de 2016

El gato negro, Edgar Allan Poe

No espero ni remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque familiar historia que voy a relatar. Sería verdaderamente insensato esperarlo cuando mis mismos sentidos rechazan su propio testimonio. No obstante, yo no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero, por si muero mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me propongo presentar ante el mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una serie de sencillos sucesos domésticos. Por sus consecuencias, estos sucesos me han torturado, me han anonadado. Con todo, sólo trataré de aclararlos. A mí sólo horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez menos terribles que estrambóticos. Quizá más tarde surja una inteligencia que de a mi visión una forma regular y tangible; una inteligencia más serena, más lógica, y, sobre todo, menos excitable que la mía, que no encuentre en las circunstancias que relato con horror más que una sucesión de causas y de efectos naturales.
La docilidad y la humanidad fueron mis características durante mi niñez. Mi ternura de corazón era tan extremada, que atrajo sobre mí las burlas de mis camaradas. Sentía extraordinaria afición por los animales, y mis parientes me habían permitido poseer una gran variedad de ellos. Pasaba en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer o acariciaba. Esta singularidad de mi carácter aumentó con los años, y cuando llegué a ser un hombre, vino a constituir uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un perro fiel e inteligente, no es preciso que explique la naturaleza o la intensidad de goces que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado amor de un animal, en su abnegación, algo que va derecho al corazón del que ha tenido frecuentes ocasiones de experimentar su humilde amistad, su fidelidad sin límites. Me casé joven, y tuve la suerte de encontrar en mi esposa una disposición semejante a la mía. Observando mi inclinación hacia los animales domésticos, no perdonó ocasión alguna de proporcionarme los de las especies más agradables. Teníamos pájaros, un pez dorado, un perro hermosísimo, conejitos, un pequeño mono y un gato. Este último animal era tan robusto como hermoso, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua creencia popular, que veía brujas disfrazadas en todos los gatos negros. Esto no quiere decir que ella tomase esta preocupación muy en serio, y si lo menciono, es sencillamente porque me viene a la memoria en este momento. Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi camarada. Yo le daba de comer y él me seguía por la casa adondequiera que iba. Esto me tenía tan sin cuidado, que llegué a permitirle que me acompañase por las calles.
Nuestra amistad subsistió así muchos años, durante los cuales mi carácter, por obra del demonio de la intemperancia, aunque me avergüence de confesarlo, sufrió una alteración radical. Me hice de día en día más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Llegué a emplear un lenguaje brutal con mi mujer. Más tarde, hasta la injurié con violencias personales. Mis pobres favoritos, naturalmente, sufrieron también el cambio de mi carácter. No solamente los abandonaba, sino que llegué a maltratarlos. El afecto que a Plutón todavía conservaba me impedía pegarle, así como no me daba escrúpulo de maltratar a los conejos, al mono y aun al perro, cuando por acaso o por cariño se atravesaban en mi camino. Mi enfermedad me invadía cada vez más, pues ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, y, con el tiempo, hasta el mismo Plutón, que mientras tanto envejecía y naturalmente se iba haciendo un poco desapacible, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche que entré en casa completamente borracho, me pareció que el gato evitaba mi vista. Lo agarré, pero, espantado de mi violencia, me hizo en una mano con sus dientes una herida muy leve. Mi alma pareció que abandonaba mi cuerpo, y una rabia más que diabólica, saturada de ginebra, penetró en cada fibra de mí ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y deliberadamente le hice saltar un ojo de su órbita. Me avergüenzo, me consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad. 
Por la mañana, al recuperar la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté una sensación mitad horror mitad remordimiento, por el crimen que había cometido; pero fue sólo un débil e inestable pensamiento, y el alma no sufrió las heridas. 
Persistí en mis excesos, y bien pronto ahogué en vino todo recuerdo de mi criminal acción. 
El gato sanó lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, en verdad, un aspecto horroroso, pero en adelante no pareció sufrir. Iba y venía por la casa, según su costumbre; pero huía de mí con indecible horror. 
Aún me quedaba lo bastante de mi benevolencia anterior para sentirme afligido por esta antipatía evidente de parte de un ser que tanto me había amado. Pero a este sentimiento bien pronto sucedió la irritación. Y entonces desarrollose en mí, para mi postrera e irrevocable caída, el espíritu de la perversidad, del que la filosofía no hace mención. Con todo, tan seguro como existe mi alma, yo creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano; una de las facultades o sentimientos elementales que dirigen al carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometiendo una acción sucia o vil, por la sola razón de saber que no la debía cometer? ¿No tenemos una perpetua inclinación, no obstante la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es ley, sencillamente porque comprendemos que es ley? Este espíritu de perversidad, repito, causó mi ruina completa. El deseo ardiente, insondable del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el Suplicio a que había condenado al inofensivo animal. Una mañana, a completa sangre fría, le puse un nudo corredizo alrededor del cuello y lo colgué de una rama de un árbol; lo ahorqué con los ojos arrasados en lágrimas, experimentando el más amargo remordimiento en el corazón; lo ahorqué porque me constaba que me había amado y porque sentía que no me hubiese dado ningún motivo de cólera; lo ahorqué porque sabía que haciéndolo así cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía mi alma inmortal, al punto de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la misericordia infinita del Dios misericordioso y terrible. 
En la noche que siguió al día en que fue ejecutada esta cruel acción, fui despertado a los gritos de «¡fuego!» Las cortinas de mi lecho estaban convertidas en llamas. Toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad escapamos del incendio mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue completa. Se aniquiló toda mi fortuna, y entonces me entregué a la desesperación. 
No trato de establecer una relación de la causa con el efecto, entre la atrocidad y el desastre: estoy muy por encima de esta debilidad. Sólo doy cuenta de una cadena de hechos, y no quiero que falte ningún eslabón. El día siguiente al incendio visité las ruinas. Los muros se habían desplomado, exceptuando uno solo, y esta única excepción fue un tabique interior poco sólido, situado casi en la mitad de la casa, y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi lecho. Dicha pared había escapado en gran parte a la acción del fuego, cosa que yo atribuí a que había sido recientemente renovada. En torno de este muro agrupábase una multitud de gente y muchas personas parecían examinar algo muy particular con minuciosa y viva atención. Las palabras «¡extraño!» «¡singular!» y otras expresiones semejantes excitaron mi curiosidad. Me aproximé y vi, a manera de un bajo relieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gato gigantesco. La imagen estaba estampada con una exactitud verdaderamente maravillosa. 
Había una cuerda alrededor del cuello del animal. Al momento de ver esta aparición, pues como a tal, en semejante circunstancia, no podía por menos de considerarla, mi asombro y mi temor fueron extraordinarios. Pero, al fin, la reflexión vino en mi ayuda. Recordé entonces que el gato había sido ahorcado en un jardín, contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín habría sido inmediatamente invadido por la multitud y el animal debió haber sido descolgado del árbol por alguno y arrojado en mi cuarto a través de una ventana abierta. Esto seguramente, había sido hecho con el fin de despertarme. La caída de los otros muros había aplastado a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido; la cal de este muro, combinada con las llamas y el amoníaco desprendido del cadáver, habrían formado la imagen, tal como yo la veía. Merced a este artificio logré satisfacer muy pronto a mi razón, mas no pude hacerlo tan rápidamente con mi conciencia, por que el suceso sorprendente que acabo de relatar, grabóse en mi imaginación de una manera profunda. Hasta pasados muchos meses no pude desembarazarme del espectro del gato, y durante este período envolvió mi alma un semi sentimiento, muy semejante al remordimiento. Llegué hasta llorar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los tugurios miserables, que tanto frecuentaba habitualmente, otro favorito de la misma especie y de una figura parecida que lo reemplazara. 
Ocurrió que una noche que me hallaba sentado, medio aturdido, en una taberna más que infame, fue repentinamente solicitada mi atención hacia un objeto negro que reposaba en lo alto de uno de esos inmensos toneles de ginebra o ron que componían el principal ajuar de la sala. Hacía algunos momentos que miraba a lo alto de este tonel, y lo que me sorprendía era no haber notado más pronto el objeto colocado encima. Me aproximé, tocándolo con la mano. 
Era un enorme gato, tan grande por lo menos como Plutón, e igual a él en todo, menos en una cosa. Plutón no tenía ni un pelo blanco en todo el cuerpo, mientras que éste tenía una salpicadura larga y blanca, de forma indecisa que le cubría casi toda la región del pecho. 
No bien lo hube acariciado cuando se levantó súbitamente, prorrumpió en continuado ronquido, se frotó contra mi mano y pareció muy contento de mi atención. Era, pues, el verdadero animal que yo buscaba. Al momento propuse, al dueño de la taberna comprarlo, pero éste no se dio por entendido: yo no lo conocía ni lo había visto nunca antes de aquel momento. Continué acariciándolo y, cuando me preparaba a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, agachándome de vez en cuando para acariciarlo durante el camino.
Cuando estuvo en mi casa, se encontró como en la suya, e hízose en seguida gran amigo de mi mujer. Por mi parte, bien pronto sentí nacer antipatía contra él. Era casualmente lo contrario de lo que yo había esperado; no sé cómo ni por qué sucedió esto: su empalagosa ternura me disgustaba, fatigándome casi. Poco a poco, estos sentimientos de disgusto y fastidio convirtiéronse en odio. 
Esquivaba su presencia; pero una especie de sensación de bochorno y el recuerdo de mi primer acto de crueldad me impidieron maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de golpearlo con violencia; llegué a tomarle un indecible horror, y a huir silenciosamente de su odiosa presencia, como de la peste. 
Seguramente lo que aumentó mi odio contra el animal fue el descubrimiento que hice en la mañana siguiente de haberlo traído a casa: lo mismo que Plutón, él también había sido privado de uno de sus ojos.
Esta circunstancia hizo que mi mujer le tomase más cariño, pues, como ya he dicho, ella poseía en alto grado esta ternura de sentimientos que había sido mi rasgo característico y el manantial frecuente de mis más sencillos y puros placeres. 
No obstante, el cariño del gato hacia mí parecía acrecentarse en razón directa de mi aversión contra él. Con implacable tenacidad, que no podrá explicarse el lector, seguía mis pasos. Cada vez que me sentaba, acurrucábase bajo mi silla o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias.
Si me levantaba para andar, se metía entre mis piernas y casi me hacía caer al suelo, o bien introduciendo sus largas y afiladas garras en mis vestidos, trepaba hasta mi pecho. 
En tales momentos, aunque hubiera deseado matarlo de un solo golpe, me contenía en parte por el recuerdo de mi primer crimen, pero principalmente debo confesarlo, por el terror que me causaba el animal. 

Este terror no era de ningún modo el espanto que produce la perspectiva de un mal físico, pero me sería muy difícil denominarlo de otro modo. Lo confieso abochornado. Sí; aun en este lugar de criminales, casi me avergüenzo al afirmar que el miedo y el horror que me inspiraba el animal se habían aumentado por una de las mayores fantasías que es posible concebir. 
Mi mujer habíame hecho notar más de una vez el carácter de la mancha blanca de que he hablado y en la que estribaba la única diferencia aparente entre el nuevo animal y el matado por mí. Seguramente recordará el lector que esta marca, aunque grande, estaba primitivamente indefinida en su forma, pero lentamente, por grados imperceptibles, que mi razón se esforzó largo tiempo en considerar como imaginarios, había llegado a adquirir una rigurosa precisión en sus contornos. Presentaba la forma de un objeto que me estremezco sólo al nombrarlo: y esto era lo que sobre todo me hacía mirar al monstruo con horror y repugnancia, y me habría impulsado a librarme de él, ni me hubiera atrevido: la imagen de una cosa horrible y siniestra, la imagen de la horca. ¡Oh lúgubre y terrible aparato, instrumento del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Y heme aquí convertido en un miserable, más allá de la miseria de la humanidad. Un animal inmundo, cuyo hermano yo había con desprecio destruido, una bestia bruta creando para mí -para mí, hombre formado a imagen del Altísimo-, un tan grande e intolerable infortunio. ¡Desde entonces no volví a disfrutar de reposo, ni de día ni de noche! Durante el día el animal no me dejaba ni un momento, y por la noche, a cada instante, cuando despertaba de mi sueño, lleno de angustia inexplicable, sentía el tibio aliento de la alimaña sobre mi rostro, y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que no podía sacudir, posado eternamente sobre mi corazón. 
Tales tormentos influyeron lo bastante para que lo poco de bueno que quedaba en mí desapareciera. Vinieron a ser mis íntimas preocupaciones los más sombríos y malvados pensamientos. La tristeza de mi carácter habitual se acrecentó hasta odiar todas las cosas y a toda la humanidad; y, no obstante, mi mujer no se quejaba nunca, ¡ay! ella era de ordinario el blanco de mis iras, la más paciente víctima de mis repentinas, frecuentes e indomables explosiones de una cólera a la cual me abandonaba ciegamente. 
Ocurrió, que un día que me acompañaba, para un quehacer doméstico, al sótano del viejo edificio donde nuestra pobreza nos obligaba a habitar, el gato me seguía por la pendiente escalera, y, en ese momento, me exasperó hasta la demencia. Enarbolé el hacha, y, olvidando en mi furor el temor pueril que hasta entonces contuviera mi mano, asesté al animal un golpe que habría sido mortal si le hubiese alcanzado como deseaba; pero el golpe fue evitado por la mano de mi mujer. Su intervención me produjo una rabia más que diabólica; desembaracé mi brazo del obstáculo y le hundí el hacha en el cráneo. Y sucumbió instantáneamente, sin exhalar un solo gemido mi desdichada mujer. 
Consumado este horrible asesinato, traté de esconder el cuerpo. 
Juzgué que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de ser observado por los vecinos. Numerosos proyectos cruzaron por mi mente. Pensé primero en dividir el cadáver en pequeños trozos y destruirlos por medio del fuego. Discurrí luego cavar una fosa en el suelo del sótano. Pensé más tarde arrojarlo al pozo del patio: después meterlo en un cajón, como mercancía, en la forma acostumbrada, y encargar a un mandadero que lo llevase fuera de la casa. Finalmente, me detuve ante una idea que consideré la mejor de todas.
Resolví emparedarlo en el sótano, como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. En efecto, el sótano parecía muy adecuado para semejante operación. Los muros estaban construidos muy a la ligera, y recientemente habían sido cubiertos, en toda su extensión de una capa de mezcla, que la humedad había impedido que se endureciese. 
Por otra parte, en una de las paredes había un hueco, que era una falsa chimenea, o especie de hogar, que había sido enjabegado como el resto del sótano. Supuse que me sería fácil quitar los ladrillos de este sitio, introducir el cuerpo y colocarlos de nuevo de manera que ningún ojo humano pudiera sospechar lo que allí se ocultaba. No salió fallido mi cálculo. Con ayuda de una palanqueta, quité con bastante facilidad los ladrillos, y habiendo colocado cuidadosamente el cuerpo contra el muro interior, lo sostuve en esta posición hasta que hube reconstituido, sin gran trabajo toda la obra de fábrica. Habiendo adquirido cal y arena con todas las precauciones imaginables, preparé un revoque que no se diferenciaba del antiguo y cubrí con él escrupulosamente el nuevo tabique. El muro no presentaba la más ligera señal de renovación.
Hice desaparecer los escombros con el más prolijo esmero y expurgué el suelo, por decirlo así. Miré triunfalmente en torno mío, y me dije: «Aquí, a lo menos, mi trabajo no ha sido perdido».
Lo primero que acudió a mi pensamiento fue buscar al gato, causa de tan gran desgracia, pues, al fin, había resuelto darle muerte. De haberle encontrado en aquel momento, su destino estaba decidido; pero, alarmado el sagaz animal por la violencia de mi reciente acción, no osaba presentarse ante mí en mi actual estado de ánimo. 
Sería tarea imposible describir o imaginar la profunda, la feliz sensación de consuelo que la ausencia del detestable animal produjo en mi corazón. No apareció en toda la noche, y por primera vez desde su entrada en mi casa, logré dormir con un sueño profundo y sosegado: sí, dormí, como un patriarca, no obstante tener el peso del crimen sobre el alma. 
Transcurrieron el segundo y el tercer día, sin que volviera mi verdugo. De nuevo respiré como hombre libre. El monstruo en su terror, había abandonado para siempre aquellos lugares. Me parecía que no lo volvería a ver. Mi dicha era inmensa. El remordimiento de mi tenebrosa acción no me inquietaba mucho. Instruyose una especie de sumaria que fue sobreseída al instante. La indagación practicada no dio el menor resultado. Habían pasado cuatro días después del asesinato, cuando una porción de agentes de policía se presentaron inopinadamente en casa, y se procedió de nuevo a una prolija investigación. Como tenía plena confianza en la impermeabilidad del escondrijo, no experimenté zozobra. Los funcionarios me obligaron a acompañarlos en el registro, que fue minucioso en extremo. Por último, y por tercera o cuarta vez, descendieron al sótano. Mi corazón latía regularmente, como el de un hombre que confía en su inocencia. Recorrí de uno a otro extremo el sótano, crucé mis brazos sobre mi pecho y me paseé afectando tranquilidad de un lado para otro.
La justicia estaba plenamente satisfecha, y se preparaba a marchar. Era tanta la alegría de mi corazón, que no podía contenerla. Me abrasaba el deseo de decir algo, aunque no fuese más que una palabra en señal de triunfo, y hacer indubitable la convicción acerca de mi inocencia. 
-Señores -dije, al fin, cuando la gente subía la escalera-, estoy satisfecho de haber desvanecido vuestras sospechas. Deseo a todos buena salud y un poco más de cortesía. Y de paso caballeros, vean aquí una casa singularmente bien construida (en mi ardiente deseo de decir alguna cosa, apenas sabía lo que hablaba). Yo puedo asegurar que ésta es una casa admirablemente hecha. Esos muros... ¿Van ustedes a marcharse, señores? Estas paredes están fabricadas sólidamente. 
Y entonces, con una audacia frenética, golpeé fuertemente con el bastón que tenía en la mano precisamente sobre la pared de tabique detrás del cual estaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Ah! que al menos Dios me proteja y me libre de las garras del demonio. No se había extinguido aún el eco de mis golpes, cuando una voz surgió del fondo de la tumba: un quejido primero, débil y entrecortado como el sollozo de un niño, y que aumentó después de intensidad hasta convertirse en un grito prolongado, sonoro y continuo, anormal y antihumano, un aullido, un alarido a la vez de espanto y de triunfo, como solamente puede salir del infierno, como horrible armonía que brotase a la vez de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios regocijándose en sus padecimientos. 
Relatar mi estupor sería Insensato. Sentí agotarse mis fuerzas, y caí tambaleándome contra la pared opuesta. Durante un instante, los agentes, que estaban ya en la escalera, quedaron paralizados por el terror. Un momento después, una docena de brazos vigorosos caían demoledores sobre el muro, que vino a tierra en seguida.
El cadáver, ya bastante descompuesto y cubierto de sangre cuajada, apareció rígido ante la vista de los espectadores. Encima de su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y el ojo único despidiendo fuego, estaba subida la abominable bestia, cuya malicia me había inducido al asesinato, y cuya voz acusadora me había entregado al verdugo... 
Al tiempo mismo de esconder a mi desgraciada víctima, había emparedado al monstruo.
EDGAR ALLAN POE

martes, 19 de enero de 2016

207 años del nacimiento de Edgar Allan Poe

Hoy se cumplen 207 años del nacimiento de uno de los grandes maestros del género de horror: el señor Edgar Allan Poe. Él es uno de mis escritores favoritos, sus cuentos y poemas me han inspirado desde la adolescencia. Cuando tenía 13 años me dieron a leer en la escuela un libro de un tal "Edgar Allan Poe". No me entusiasmó mucho porque era en el marco de estudio de textos que eran exponentes del genero de aventuras, género que no me llamaba mucho la atención. El libro era "El escarabajo de oro". Lo leí y no me gusto, me resultó aburrido. Debo confesar que no lo he vuelto a leer, por lo que no puedo saber si hoy me gustaría, tal vez cuando lo vuelva a leer me parezca un texto maravilloso, como a mucha gente. Pero a mis 13 años, no tenía tiempo para dedicar mis lecturas al género de aventuras, porque estaba demasiado ocupada en el género policial, los cuentos de Connan Doyle, entre otros. Juzgue entonces injustamente a ese tal "Poe" de aburrido. Unos meses más tarde, compre un libro para leer en mis vacaciones. El libro se llamaba "Crimen y misterio" y era una antología de relatos policiales. Comencé a leerlo con mucho entusiasmo, pero los primeros dos cuentos me decepcionaron. Entonces hable con mi mama, le conté que los cuentos de ese libro no eran buenos (prejuzgando los que aún no había leído). Ella me preguntó de quién eran los cuentos, y le mostré el índice. Al ver que dentro de la antología figuraba "Corazón delator" de Poe, me dijo: "Este es  muy bueno, leelo". Yo al ver el nombre del autor recordé lo bien que me había hablado la maestra de ese autor, y de cómo su relato me había parecido tan aburrido. Y así, con desconfianza de lo que me había dicho mama, y buscando refutarle el "es muy bueno", leí el maravillosamente macabro cuento de Poe que hoy consideró una joya de la literatura. A partir de ese cuento, comencé a comprar muchos otros cuentos de Poe, y así conocí El  gato negro, Berenice, El pozo y el péndulo, Enterrado vivo, etc., incursionando así en un nuevo género que superaría con creces mi amor por los policiales: el terror. Luego me enteraría de que Poe era considerado fundador del género policial, que tanto había disfrutado previamente de mano de otros autores. De la mano de Poe, me adentré en los laberintos de lo lúgubre, del enfrentarse con los propios miedos, de perturbar a la propia mente con la imaginación y el ingenio de autores de un talento literario maravilloso. De la mano de Poe conocía Lovecraft, a Ambrose Bierce, a Horacio Quiroga, a Stephen King, grandes inventores de pesadillas. 
Más adelante, conocí también la poesía de Poe, que es espectacular. Y tener la posibilidad de leerla en inglés, el idioma original, es un privilegio, porque el uso que hace del lenguaje y en especial del ritmo de su lengua, de la sonoridad musical, es una maravilla. (The raven, A dream within a dream)
Así que por todo esto, quería aprovechar este día para hacerle un homenaje a este hombre cuya obra tanto me ha inspirado. No hace falta decir que este blog responde también a su influencia, el mismo título lo delata.

Bueno. Aquí les dejo un resumen de la biografía de Poe. 
EDGAR ALLAN POE fue un escritor, poeta, critico y periodista, conocido como uno de los maestros universales del relato corto. Considerado inventor del género detectivesco y gran contribuyente al género de ciencia ficción, así como uno de los iconos del género de terror.
Nació el 19 de enero de 1809 en Boston, Estados Unidos. Sus padres, actores, murieron cuando era niño. Y él fue adoptado (no oficialmente) por un matrimonio adinerado de Richmond, Virgina.
Pasó un curso académico en la Universidad de Virginia y posteriormente se enroló, también por breve tiempo, en el ejército. Sus relaciones con los Allan (padres adoptivos) se rompieron en esa época.
 Su carrera literaria se inició con un libro de poemas, Temerlane and other poems (1827). Y se dedicó largo tiempo a la poesía.
Por motivos económicos, pronto dirigió sus esfuerzos a la prosa, escribiendo relatos y crítica literaria para algunos periódicos de la época; llegó a adquirir cierta notoriedad por su estilo. Debido a su trabajo, vivió en varias ciudades: Baltimore, Filadelfia y Nueva York. En Baltimore, en 1835, contrajo matrimonio con su prima Virgina  Clemm. En enero de 1845, publicó un poema que lo haría célebre:  El cuervo. Su mujer murió de tuberculosis dos años más tarde. 
La larga enfermedad de su esposa convirtió su matrimonio en una experiencia amarga; cuando ella murió, en 1847, se agravó su tendencia al alcoholismo y al consumo de drogas, según testimonio de sus contemporáneos. Ambas adicciones fueron, con toda probabilidad, la causa de su muerte, acaecida en 1849: fue hallado inconsciente en una calle de Baltimore y conducido a un hospital, donde falleció pocos días más tarde, aparentemente de un ataque cerebral.

Aquí les dejo el cuento Corazón delator, de Poe, para aquellos que quieran leerlo por primera vez o releerlo por gusto, es un cuento magnífico:
Y acá les dejo este poema que compartí hace un tiempo de Borges, que habla de Edgar Allan Poe. Creo que describe muy bien lo que fue Poe, un gran "inventor de pesadillas":
Más adelante subiré más cuentos y poemas de este autor para ir ampliando esta biblioteca virtual de horrores.

Gracias por leer!